viernes, 3 de septiembre de 2010

Heroes del Bicentenario


Muerte de Víctor Jara
Patria Grande
Basado en el relato de Danilo Bartulin, médico personal de Allende
Sin fecha
El 10 de septiembre de 1973 recibí una invitación para la exposición “Por la vida. Contra el fascismo”, que debía inaugurarse al día siguiente en la Universidad Técnica. Allí tenía que intervenir Salvador Allende e iba a cantar Víctor Jara.
La víspera vi el enorme afiche de la exposición. Una madre amamantaba a su criatura y la sombra de ambos estaba bañada de sangre. Era un llamamiento silencioso, pero muy expresivo, a defender la vida contra el fascismo. Víctor proponía organizar un viaje de propaganda por el país para alertar al pueblo. La exposición antifascista de la Universidad Técnica tenía que marcar el comienzo de esta acción.
Pero el 11 de septiembre la exposición no se inauguró. Salvador Allende hizo aquel día su último llamamiento al pueblo y no en el Foro Griego de la Universidad, sino en el palacio de La Moneda, rodeado por los putchistas
Allende hizo aquel día su último llamamiento al pueblo
Los putchistas se apoderaron de todas las fuerzas armadas. Después de la dimisión forzosa de los generales, correligionarios de Carlos Prats, que encabezaban el ejercito de tierra, fueron destituidos de sus cargos el almirante Raúl Montero, comandante de la Marina de Guerra, y José María Sepúlveda, director general del cuerpo de carabineros, que no quería sumarse a los putchistas. En las fuerzas armadas se efectuó una limpia de arriba a abajo. Los fascistas lograron convertir a muchos oficiales en ciegos instrumentos del complot, convenciéndolos de la necesidad de oponerse a la amenaza de exterminio de los cuadros de mando que, como ellos afirmaban, tramaba la Unidad Popular.
Pinochet encabezó el golpe.
El nuevo comandante en jefe, general Pinochet, que en vísperas había jurado fidelidad al presidente Allende, encabezó el golpe. Fascista encubierto con la máscara constitucionalista, Pinochet dio orden de asediar el palacio de La Moneda.
En estas condiciones Allende no se creyó con derecho a llamar al pueblo inerme a la lucha. Quería evitar un derramamiento inútil de sangre, pero decidió aceptar desigual combate en La Moneda. Sabía que con un puñado de los defensores del palacio no podría alcanzar la Víctoria militar. Pero el presidente estaba convencido de que el combate que libraría defendiendo el mandato del pueblo, sería una Víctoria moral y política de la Unidad Popular. No quería ver derrotada la bandera de la revolución, sino dejarla bien alta. El mandatario del pueblo prefirió morir arma en mano antes que capitular frente a los putchistas, estaba seguro que su muerte no sería estéril.
Jamás olvidaré la firmeza con que hablaba Allende por los micrófonos de la emisora comunista Magallanes. Su voz sonaba sobre el estruendo de las explosiones:
-Ante los hechos sólo me cabe decir a los trabajadores: yo no voy a renunciar. Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo.
Hice girar la manecilla de la radio portátil. Después de los ataques aéreos las emisoras democráticas fueron callando una tras otra. Pero Magallanes seguía resistiendo. Los putchistas no pudieron interrumpir ...seguiremos aquí hasta el final...
el último discurso de Salvador Allende. Luego escuché la voz familiar del locutor, que dijo: “En cualquier momento nos pueden interrumpir, pero seguiremos aquí hasta el final”. En medio de los cañonazos salió al aire la canción de Sergio Ortega "El pueblo unido", interpretada por Quilapayún. Los que se encontraban en la emisora corearon el estribillo .
Y ahora el pueblo
que se alza en la lucha
con voz de gigante
gritando: ¡Adelante!
¡El pueblo unido
jamás será vencido!
Quienes estaban junto al micrófono sabían que los enemigos abrirían fuego contra ellos. Mi radio emitió un chasquido y una detonación ahogó las voces de los cantantes.
Traté en vano de comunicarme por teléfono con Radio Magallanes cuando cesó de transmitir. Mientras tanto, en el centro de Santiago se levantaba una nube de humo. Los aviones de los putchistas estaban bombardeando el palacio presidencial.
Víctor estuvo en la Universidad, pero no cantó desde el escenario, paseaba con la guitarra entre los estudiantes tratando de animarlos. En torno al edificio el aire se estremecía de las ráfagas de ametralladora.
Ahora voy a ceder la palabra a los testigos de los últimos dias de Víctor Jara. El día del golpe lo vio Cecilia Coll, dirigente de la sección artística del Departamento de cultura e información de la Universidad Técnica. La entrevisté en Moscú.
Cecilia Coll: “Víctor alcanzó a llegar a la Universidad cuando los militares golpistas ocupaban las posiciones claves en la capital. Pero la situación todavía era confusa. Víctor pasó por mi oficina y preguntó:
-¿Qué hacemos?
-Vamos a esperar
-¿Qué debo hacer?
-Quedarte aquí. Animar con tus canciones a los estudiantes, académicos y trabajadores.
En espera del posible ataque fue decidido: trasladar a los estudiantes y otros trabajadores de la Universidad a la Escuela de Artes y Oficios. Era un edificio con paredes más resistentes.
Como si fuera ahora veo el rostro de Víctor: llama por [el] teléfono de mi oficina a su esposa Joan.
-Debo quedarme aquí un tiempo. No te preocupes. Espera. Volveré sin falta.
Víctor siempre fue un hombre del deber. Y lo siguió siendo en esta peligrosa situación.
Después sufrí mucho por su muerte. Me sentí de algún modo culpable ante él. No podía perdonarme el no haberlo mandado entonces a su casa. Debí hacerlo. Aunque más tarde los soldados ya emplazaban ametralladoras pesadas en los techos de los edificios cerca de la Universidad, pero hasta el toque de queda todavía era posible salir. Sin embargo, yo pensaba: en la calle lo pueden identificar y matar...”
Por la noche la Universidad fue rodeada por soldados en carros blindados. Toda la noche estuvieron preparándose para el ataque como si tuvieran delante una fortaleza militar. Después del intenso cañoneo, los soldados irrumpieron en el edificio y emprendieron a culatazos con los estudiantes. El camarógrafo Hugo Araya, que había venido a filmar la inauguración de la exposición, se situó con su camara frente a los “vencedores” triunfantes. Y casi al instante un balazo lo mató. A Víctor junto con otros estudiantes los obligaron a tenderse en el suelo boca abajo.
-Al que se mueva le vuelo la cabeza - gritaban los oficiales.
Durante varias horas los soldados pisoteaban con sus botas a la gente tendida, sin dejar que se levantasen hasta que llegó la orden de trasladar a los “prisioneros” de la Universidad Técnica al Estadio de Chile que, al igual que el Nacional, recibía a los prisioneros cautivos.
~ murió en su puesto, con las armas en la mano ...Poco después del golpe contrarrevolucionario fascista en Chile la prensa del mundo entero publicó la [noticia]~ En esta secuencia histórica el “compañero presidente” en el palacio cercado por los putchistas parece un soldado ante el combate, la cabeza tocada con un casco y empuñando la metralleta en la diestra. El rostro del presidente, igual que el de los valientes defensores de La Moneda que lo acompañan, tiene una grave expresión. Salvador Allende murió en su puesto, con las armas en la mano.
Me interesé por el hombre que aparecía en la foto al lado de Allende. Conversando con los chilenos me entere que se trataba del médico particular de Salvador Allende, un tal Danilo Bartulin (nieto de emigrados yugoslavos). El 11 de septiembre de 1973 Bartulin fue testigo de las últimas horas de vida del presidente en el edificio de La Moneda, presa de las llamas.
Por inverosímil que parezca, Danilo se salvó por milagro y emigró de Chile. Me entrevisté con él en México, donde estuve en 1976 por artes del periodismo. Danilo Bartulin me habló del último combate del “compañero presidente”. La conversación ya concluía cuando supe una noticia inesperada. Danilo Bartulin pasó junto con Víctor Jara los últimos días de vida del cantante en el Estadio de Chile.
La entrevista terminó ya entrada la noche. Danilo hablaba pausadamente, con esfuerzo. Lo escuchaba sintiendo que un dolor inextinguible me oprimía el corazón. Reproduzco el relato de Danilo Bartulin:
“Cuando me detuvieron, me llevaron al Estadio de Chile. Fue por la tarde del 12 de septiembre. Allí ya había muchos prisioneros. Junto con otros presos nos ordenaron ponernos en fila con las manos en la nuca. De repente un oficial me reconoció:
-Es el médico de Salvador Allende.
El comandante Manrique, un fascista empedernido, se acercó a mí, desabrochó la funda, sacó la pistola y apuntándome a la cabeza dijo:
-Ha llegado tu hora.
Y dirigiéndose a los soldados ordenó:
-Sepárenlo de los demás y déjenmelo a mí.
Me apartaron del grupo y me dieron un empujón que me tiró por la tierra. Vi a un grupo de jóvenes que los soldados iban arreando, apuntándolos con metralletas.
Al comandante le dijeron:
-Son los de la Universidad Técnica.
Los pusieron en fila también. Manrique recorrió la fila y señaló con el dedo a un preso:
-A ese me lo dejan a mí también.
No quería dar crédito a mis ojos. Se trataba de Víctor Jara. Varios soldados se animaron: “Aquí está el cantante Jara...”. Pero el oficial les corto:
-Este señor quiere pasar por otro. Es un líder extremista.
Esa calificación era suficiente para justificar el asesinato.
Poco después a Víctor y a mí nos separaron de otros prisioneros y nos metieron en un pasillo frío. Estuvieron pegándonos desde las siete de la tarde hasta las tres de la madrugada. Nos encontrabamos tumbados en el suelo sin poder movernos. Estabamos aislados de otros presos políticos. A eso de las tres de la madrugada vino un teniente que me invitó a sentarme. Empezó a preguntarme sobre Allende y me tendió un cigarrillo. Fumé. Mientras tanto, Víctor seguía tendido en el suelo. Le entregué la mitad del cigarrillo, puesto que el teniente no quiso dar[le] otro a Víctor.
Casi tres días estuvimos juntos Víctor y yo en el Estadio de Chile. A nosotros casi no nos daban de comer. Engañábamos el hambre con agua. Víctor tenía la cara llena de moretones y un ojo cerrado por la hinchazón.
Conversamos mucho en ese tiempo, Víctor me habló de su familia, de su mujer y sus hijas a quienes quería mucho, de sus espectáculos en el teatro y de las nuevas canciones que soñaba hacer... En el mismo estadio donde nos tenían presos, a Víctor le habían aplaudido cuando ganó el concurso de la Nueva Canción Chilena en el festival.
Víctor se mostraba pesimista respecto a su destino. Pensaba que no saldría de allí. Traté de animarlo. Aunque presentía su próxima muerte, seguía siendo el de siempre. Se portaba con valor, con dignidad, no pedía gracia a sus torturadores...”
Aquí interrumpo la grabación de mi conversación con Danilo Bartulin para completarla con los testimonios de otros ex-prisioneros del Estadio de Chile, a quienes también entrevisté.
Rolando Carrasco, ex-director de la radio sindical Luis Emilio Recabarrén:
“Dos veces vi a Víctor en el Estadio de Chile. Fueron unos encuentros breves. El 13 o 14 de septiembre, por lo visto, por la mañana, pasé cerca del pasillo donde tenían a los prisioneros aislados. Allí estaba Víctor Jara, sentado en una silla de madera, extenuado, con rastros de azotes en la frente y las mejillas. Se sonrió al verme. Nos saludamos. Al día siguiente pasé de nuevo por allí y otra vez nuestras miradas se cruzaron. Nos saludamos. Al igual que el día anterior, su rostro se iluminó con una sonrisa que me reconfortó el alma. ¡Llevaba ya tanto tiempo en este maldito pasillo! De vez en cuando los guardias venian por él y se lo llevaban a no sé dónde.
Ahora era difícil imaginar que todavía el 10 de septiembre estuviéramos bromeando alegremente en la emisora. En los estudios Víctor y yo escuchábamos la grabación de su nueva canción: Marcha de los constructores. El disco tenía que salir pronto. Jara quería que la emisora de la Central Única de Trabajadores fuera la primera en transmitir esta marcha, compuesta a petición de los obreros de la construcción. El 11de septiembre nuestra emisora fue saqueada por los golpistas al negarse a obedecer a la junta fascista. Al ver a Jara en el estadio, pensé con amargura que seguramente aquella última grabación de Víctor habría sido destruida y el disco no saldría... Víctor estaba reservado y callado, mientras que en mi memoria sonaba la voz del cantante...”
A veces los verdugos dejaban en paz a Víctor Jara y Danilo Bartulin, porque tenían demasiado “trabajo” en el estadio. Después de torturarlo, parecía que se habían olvidado del artista. Fue el propio Víctor que pasó o casualmente lo enviaron con otros prisioneros. He aquí lo que me contó Carlos Orellana, ex-colaborador del Departamento de cultura e información de la Universidad Técnica, que fue detenido junto con Jara:
“Por dentro el Estadio cubierto de Chile estaba iluminado constantemente por los reflectores y no tardamos en perder la noción del día y la noche. Víctor estuvo algún tiempo con nosotros, pero no recuerdo cuando lo sacaron de nuestro grupo. No sé si fue al día siguiente o al tercero de nuestra estancia allí.
“Normalmente en el estadio anunciaban por los altavoces el apellido del prisionero ordenándole presentarse en tal o cual lugar. Pero a Jara lo vino a buscar un soldado. En este momento Víctor estaba sentado entre Boris Navia, jurista de la Universidad, y yo. El soldado se acercó silenciosamente y sin pronunciar una palabra tocó el hombro de Víctor haciéndole señas para que lo siguiera. Tanto yo, como otros prisioneros teníamos la impresion de que los militares no querían decir en voz alta que a Jara se lo llevaban a alguna parte... Cuando el cantante se levantó -seguramente, no pensaba volver sano y salvo-
“Más tarde, ya en el Estadio Nacional durante los primeros interrogatorios, entre las cosas de Boris Navia, encontraron el papel con el poema, lo escondía en un calcetín. El poema denunciaba el fascismo y la dictadura. Los militares creyeron que su autor era Boris y lo apalearon sin piedad. Le quitaron el poema. Pero con la ayuda de los compañeros Boris pudo hacer varias copias a mano del poema. Una de las copias fue a parar a manos de Ernesto Araneda, destacado comunista y ex-senador, que también estaba preso. No sé cómo logró salvar el poema y enviarlo fuera. Después de la muerte del cantante el partido editó en la clandestinidad este poema, que fue rápidamente divulgado y se hizo famoso...
“Por última vez vi a Víctor en el Estadio de Chile, unas horas después de que se lo llevara el soldado. Hubo un momento cuando se podía moverse más o menos libre por las graderías. Se me acercó un estudiante de la Universidad. Había visto a Víctor en un pasillo y en algún momento Víctor le insinuó que quería hablar conmigo. En aquellas terribles condiciones Víctor pensaba en sus compañeros.
Cuando me acerqué al pasillo, Jara pidió al guardia que lo acompañara al baño. Me dirigí allá también. Allí pudimos intercambiar varias frases. Por el rostro ensangrentado de Víctor comprendí que lo torturaban cruelmente. Pero no me llamó para quejarse o pedir algo para él personalmente. A Víctor le parecía sospechoso un “prisionero”, también de la Universidad Técnica que deambulaba por el estadio sin temor, charlaba y hasta bromeaba con los militares. Todo eso parecía muy extraño. Víctor pensó -y tenía razón- que se trataba de un soplón, infiltrado expresamente. Jara creía su deber advertirnos a nosotros, profesores, colaboradores y estudiantes de la Universidad Técnica. En aquellas terribles condiciones Víctor pensaba en sus compañeros. Después de este encuentro no lo volví a ver...”
Más volvamos a la grabación de la entrevista con Danilo Bartulin.
“El estadio, que daba cabida a cinco mil personas, estaba repleto. Para dominar a los prisioneros, por la noche cegaban con potentes reflectores. Ametralladoras pesadas sobre trípodes apuntaban a las graderías llenas de gente para amedrentar a los prisioneros.
“Pronto empezaron a trasladar urgentemente a los prisioneros al Estadio Nacional donde a los militares les era más fácil controlar la situación. En el último grupo formado para ir al Nacional estábamos Víctor y yo. En total éramos unas cincuenta personas. De pronto apareció el comandante Manrique, recorrió la fila y ordenó salir a Víctor Jara, Litre Quiroga, conocido jurista y comunista, y a mí.
-Llévenlos abajo -dijo.
Abajo nos esperaba la muerte “Yo sabía que ‘abajo’ nos esperaba la muerte. Allí tenían habilitada una cámara, en lo que había sido guardarropa y varios baños. Muchos de nuestros compañeros fueron llevados allí, pero nadie volvió. Una vez que me condujeron al interrogatorio y, al pasar, vi un montón de cadáveres, de cuerpos masacrados y desmembrados. Luego sacaban los cadáveres en camiones y los dejaban tirados en la calle.
“‘Abajo’ nos metieron a Víctor y a mí en un mismo baño. En el baño vecino estaba Litre Quiroga. Víctor y yo comprendimos que no teniamos salvación: éramos los últimos prisioneros del Estadio de Chile. Pero inesperadamente se dio la orden de que yo saliera. Víctor y yo nos despedimos en silencio, con una sola mirada. Me llevaron a un camión blindado con el motor en marcha, me metieron dentro y cerraron la puerta. El camión estaba lleno de prisioneros. Así fui a parar al Estadio Nacional. Sólo estando allí comprendí porqué no me habían dejado con Víctor en la cámara de condenados a muerte. Al verme entre los recién llegados, un coronel de carabineros dijo:
“-Es él. Tiene que decirnos todo lo que sepa de Allende.
“Empezaron constantes interrogatorios y torturas. Querían que hiciera ciertas “confesiones” para desacreditar la vida y la personalidad del presidente popular. Tres veces me hicieron pasar por simulacros de fusilamiento...
“Luego supe que el cuerpo de Víctor había sido descubierto cerca del cementerio Metropolitano y el cadáver de Litre Quiroga, en una calle de Santiago. Naturalmente, los militares mataron aquella misma noche a los dos prisioneros que quedaban en el Estadio de Chile y luego arrojaron sus cuerpos en la ciudad para que pareciera que habían muerto en un tiroteo callejero...”
Danilo Bartulin concluyó su relato y recordó que estando todavía yo en Santiago los secuaces de la junta divulgaron la versión de que el cantante había atacado con metralleta a una patrulla militar y esta, defendiéndose, lo mató.
La única arma de Víctor era la guitarra. A Danilo Bartulin lo torturaron para sonsacarle los datos secretos que podía saber el médico particular del presidente. Pero ¿qué “secretos” podía saber el cantante?... A Víctor lo torturaron y asesinaron porque odiaban sus canciones.

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viernes, 13 de agosto de 2010

A reforzar la capacidad de movilización social

En una rememoranza de los tiempos de organización poblacional en que el Partido Comunista contaba con base social activa en todos los ámbitos, en especial el cultural, el Diputado Guillermo Teillier junto con su equipo distrital, ha considerado la necesidad de reforzar la capacidad de movilización social de las organizaciones sociales comunitarias. Para contribuir de modo concreto a este objetivo es que ha organizado un “Diplomado en Gestión y Desarrollo Comunitario”, al cual están invitados a participar a todas las personas que cuenten con experiencia en dirección, organización y participación en organizaciones sociales y políticas de las comunas de Pedro Aguirre Cerda, Lo Espejo y San Miguel que así lo deseen. El Diploma considera 8 cursos de 9 horas pedagógicas que se realizará entre el 30 de agosto y el 4 de diciembre de 2010.
Una de estas experiencias en Dictadura, realizada enel Instituto de Ciencias Alejandro Lipschut, por la Zonal de pobladores, muchos dirigentes sociales entre los cuales figuraba la actual Alcaldesa de PAC Claudina Nuñez, se capacitaron para contribuir al proceso de reconstrucción democrática desde la base social poblacional, lo que despues de una ardua lucha, consiguió la derrota política del Dictador y la Derecha, que hoy gobierna y se muestra como garante de democracia tutelada heredada de la Dictadura.
Extractada de un artículo de http://www.plumaypincel.cl/

martes, 18 de mayo de 2010

La Jaula de Plata (Extractos)

PROLOGO

Era una tibia mañana… la luminosidad del oriente trasandino que abrazaba la ciudad expandida hacia las parcelas cordilleranas, parecía anunciar que la primavera estaba cerca.

El disco solar, imponente, se alzaba lentamente sobre las altas cumbres pintadas de un blanco resplandeciente allende Los Andes, iluminando los pequeños edificios que componían el centro de la ciudad de Santiago de 1973… Los faldones de los cerros en la cordillera, adusta centinela, parecían acariciar con sus pies las grandes casonas que aparentaban estar solitarias, entre las amplias y pastosas avenidas de los barrios pudientes. Los automóviles modernos y brillantes, enfilaban hacia el poniente como hormigas que se siguen unas a otras, guiadas por sus antenas blandeando al viento. El ajetreo propio de un día martes, se desarrollaba con una aparente normalidad.

Las fabricas y bodegas, agrupadas en los cordones industriales determinados por el nuevo plan regulador capitalino, bullían de febril actividad con un incesable movimiento de personas que ingresaban o salían de las instalaciones, en acuerdo a los turnos laborales que les habían requerido los compañeros de la administración obrera. Grandes empresas extranjeras y nacionales que ahora pertenecían al Area Social del Gobierno Popular.

Los obreros, como siempre, habían salido de madrugada hacia sus trabajos y los escolares, como marejadas con sus gastados uniformes, pintaban de grises y azules las calles de los barrios populares.

Un gris y espacioso autobús Mitsubichi, que en su señalética mostraba la sigla CTC, se detuvo en una esquina de la angosta avenida; mientras una furgoneta Citroen reluciente, adelantaba el vehículo que solamente transportaba escolares.

Víctor Villagra, después de bajar del autobús destinado por el Estado exclusivamente para los estudiantes, caminaba hacia el liceo sumido en sus pensamientos.

A pesar del poco interés que despertaba en él la situación política, le preocupaba un poco los rumores de la inestabilidad institucional que circulaba en el ambiente desde un anterior intento de golpe de estado denominado "El tanquetazo", que había sido sofocado por el propio comandante en jefe del Ejercito, el que posteriormente, como una paradoja propia de un país latinoamericano, se había ganado la enemistad de las clases altas y algunos de sus pares uniformados, habiéndole costado el puesto en una forzada renuncia. Un nuevo general, recomendado por el depuesto comandante, ostentaba los primeros días el control del Ejército, preparándolo para el desfile de fiestas patrias.

La situación era tensa desde que la Marina de Guerra, había regresado a puerto en la madrugada, posponiendo un ejercicio naval conjunto con la flota Norteamericana en aguas del Pacifico Sur y había ocupado el puerto de Valparaíso por medio de una insurrección que controlaba las instituciones públicas.

El gobierno se movilizó temprano ese día, asumiendo sus funciones para recopilar antecedentes de la situación, que cada vez era mas inestable.

Un par de ministros, habían recibido informes de inteligencia que indicaban movimiento de tropas desde el Norte hacia Santiago, pero no había ninguna información oficial. Los mandos militares, no contestaban los teléfonos y carabineros, con la guardia de palacio, no informaba de nada anormal.

De pronto, en unas pocas horas todo cambió y el día se puso gris para una relativa mayoría de ciudadanos, que tenía grandes esperanzas en el futuro.

Ahora, nuevamente los tanques recorrían las calles de la ciudad. Camiones con soldados, uno tras otro, salían de sus cuarteles hacia los cordones industriales y al centro de la Capital o con destinos desconocidos.

Eran más de las diez de la mañana cuando varias explosiones remecieron la capital, derribando las torres de transmisión de todas las radioemisoras afines al Gobierno.

Solo una emisora austral siguió transmitiendo las palabras del Presidente constitucional, hasta que la junta golpista ordenó acallarla con la fuerza de todas las armas de la nación.

La guardia policial de palacio se retiro, dejando en la indefensión al mandatario y solo con su más cercano grupo de amigos personales, defendiendo una institucionalidad burguesa que no le era propia, en su condición de revolucionario y sin darle tiempo de convocar a plebiscito, para resolver la crisis institucional que se desarrollaba.

Las actividades diarias se suspendieron y los bandos militares transmitidos por los medios de comunicación opositores, incluyendo los audiovisuales, comenzaron a exigir a la población que volvieran a sus casas.

El comandante en jefe del Ejército, recientemente nombrado por el Gobierno para contener la conspiración reaccionaria, sumándose al último minuto, encabezaba la rebelión golpista de la oligarquía.

Tiroteos y ráfagas de metralla se desencadenaron.

Carreras de civiles desarmados que buscan refugio entre los edificios de la ciudad. Militares que controlaban y detenían obreros, allanamientos de fábricas y locales sindicales.

Cierres de reparticiones públicas, universidades, escuelas y liceos.

Al presidente de la nación, elegido democráticamente, se le exigió la renuncia. Este, apelando a su mandato constitucional, se negó a dimitir resistiendo a la asonada y el palacio de gobierno, bombardeado inmisericorde mente y en llamas, después del vuelo rasante de los aviones de combate, era rodeado por los uniformados que miraban sin remordimiento como la bandera, a la que habían jurado defender, se consumía en el fuego, danzando en el humeante mástil que se alzaba en medio del palacio, en un macabro flameo provocado por el viento y el humo.

El Emblema patrio con la insignia del gobierno, en lo más alto de su asta, se consumía entre las llamas de la traición.

Del Presidente, medico… Nada se sabía, hasta que le versión oficial indico suicidio. El Gobierno Popular era ahogado en medio del humo, las balas y tiroteos, explosiones y muertos que comenzaban a apilarse, entre prisioneros de guerra con destino desconocido.

Víctor, al igual que los demás estudiantes, tuvo que volver expectante a su casa antes del toque de queda que comenzó a regir desde esa misma tarde y negándose a recibir el almuerzo que su madre le tenía preparado, comenzó a escribir en su diario de vida los hechos de aquel día de septiembre.

- Hay hechos que la historia oficial ha ocultado en el pasado. - le contesto a su madre cuando esta, con tristeza le pregunto que estaba haciendo. - Alguien debe escribir lo ocurrido, la verdad de los hechos. Algún día, después de esta oscuridad en que nos están encerrando, la verdad saldrá nuevamente a la luz... Muchos se van a arrepentir de lo que han convocado.

Horas después, decretado el toque de queda y el estado de guerra, con un bando militar el Congreso y Senado de la Republica, que horas antes en un voto de mayoría le había negado al Presidente toda posibilidad de solución constitucional consensuada, fue declarado en receso indefinido. El gobierno de facto, haciendo un llamado a los honorables afines al extinto gobierno, les conminó a presentarse en las dependencias policiales y militares.

- Esta guerra no es contra el Pueblo. - Recalcaban los Generales golpistas. - Al que se resista con cualquier tipo de armas, se le aplicará de inmediato la ley marcial.

* * *

El Cabo de Ejercito Paúl Schillins, se dirigió apresuradamente hacia una rojiza construcción de estilo ingles coloniales… el casino de suboficiales.

Era un joven alto y delgado. Su corto, pero abultado pelo castaño claro, se le escapaba por los bordes del costado izquierdo de la negra boina, que le llegaba casi a la oreja.

Tengo el tiempo justo para cenar antes de la ronda. – meditaba en voz baja.

Enfrentó el dintel de la entrada al edificio de dos pisos, con marcos rectangulares, vidrios y cristales labrados en sus costados, empujó con fuerza la maciza puerta de madera caoba y enfrento la amplia sala comedor, que se encontraba casi vacía.

Se dirigió a una mesa servida de pan y ensaladas, con vajilla de loza China, que solo le faltaba el plato fuerte, y se sentó sacando un trozo de pan.

Un joven, con guantes y delantal blanco, le sirvió un plato con carne y arroz.

Tráeme un café en tazón grande, - Agregó el militar sin mirar al mozo.

Minutos después era servido por el silencioso joven, de acuerdo al pedido, dejando además sobre la meza, un azucarero de loza pintada.

Se sirvió apresuradamente la comida y se levantó de la mesa llevándose el tazón con café en su mano. Salió del edificio que simulaba una casona patronal de la periferia de Santiago, construida con intrincados espacios arquitectónicos franceses y altas cornisas cubiertas de teja. Bajó los escalones que iniciaban las veredas cubiertas con pastelones de cemento y volvió a su pieza.

Siguió por un costado del edificio e ingresó a una de las pequeñas instalaciones. Otro militar que se vestía con ropa de civil, miro a Schillins cuando entro a la pieza de solteros.

Deberían darnos un día libre cuando estamos en servicio de rondas. – Le comento al cabo Caviedes, su camarada de pieza, mientras acomodaba su revolver en el cinturón. - Con la instrucción, la guardia, los servicios y las rondas no nos queda tiempo para nada.

Eso nos pasa por ser simples suboficiales. – Respondió Caviedes.

A mí me faltó la pura dote y el padrino para entrar a la Escuela Militar. – Agrego mientras sorbeteaba la taza de café. - El que no tiene un tío con plata, esta sonado.

Es que eres un Cabo picante... Lo único que té queda, es hacer los cursos para oficial de abastecimiento. – agregó irónicamente Caviedes. -

- Yo, De mono con maní… prefiero seguir siendo instructor de tropas. - Agregó Schillins mientras terminaba de tomar un sorbo de café. Miró de reojo hacia un reloj colgado en la muralla.

- ¡La puta! Ya se me hizo tarde y el capitán Clavel es fregado con los atrasos, le encanta tirar días de arresto.

Mientras el cabo dejaba la taza en una mesita al costado de la puerta y salía apresuradamente, su compañero de pieza, se cambiaba de ropa dispuesto a salir del cuartel por algunas horas.

Las viejas construcciones de ladrillos rojos eran altas y frías. Sus cornisas de madera sostenían las pesadas tejas que, ordenadas una tras otra, parecían estar en formación al igual que los jóvenes soldados que esperaban frente a las mamparas de la “cuadra”.

- ¿Llegó mi teniente Cornejo? – Preguntó el cabo Schillins al clase de servicio de la primera compañía, que se encontraba revisando a los soldados en aparente formación.

- No lo he visto. - respondió el cabo - La patrulla esta lista para salir y ahí viene mi capitán Clavel.

La patrulla estaba compuesta por el cabo Schillins, cinco soldados antiguos, un cabo de reserva y el sargento conductor del camión. Los oficiales eran el teniente Cornejo, que no había llegado y el capitán Mario Clavel.

El capitán impertérrito, se detuvo observando a los presentes. Instantes después, aparecía presuroso el joven teniente.

El camión militar encendió el motor y comenzó a tiritar con la ignición. Un vibrante y pastoso toldo trasero, se encontraba amarrado de los tirantes superiores a la rejilla metálica superior, como esperando ser soltado. Posteriormente, la patrulla se embarco por la parte posterior y los oficiales en la cabina.

El vehículo cruzó la guardia instalada bajo el arco del pórtico que formaba la construcción del imponente recinto de la comandancia del regimiento. Después de la autorización del oficial a cargo de la guardia.

Salió a la calle casi desierta. Algunos vehículos pasaban aprisa, tratando de llegar a sus casas antes del toque de queda.

Las personas que circulaban a esas horas, miraban sus relojes y apuraban el paso reflejando temor en sus rostros al observar los camiones militares que recorrían las calles.

El sol del atardecer, se escondía entre los cerros orientales tiñendo de rojo los arrabales, como presagio de los días que se estaban viviendo.

Minutos después, las calles estaban vacías.

Atemorizados ojos, se filtraban a hurtadillas por entre los visillos de las ventanas cuando pasaba alguna patrulla a gran velocidad.

De pronto, algún disparo y carreras interrumpían el pesado silencio que provocaba el toque de queda.

El camión en el cual viajaba la patrulla del capitán Clavel se detuvo un momento en la esquina.

Seguiremos por la panamericana hasta el sector del puente Bulnes, - indico el capitán – en la fábrica Hirmas todavía funcionan sindicatos comunistas clandestinos y seguro que encontraremos a más de un desgraciado infringiendo el toque de queda.

El vehículo enfiló rumbo al sur.

Las correas que sujetaban el toldo verde de la parte trasera, parecían danzar con el viento que las impulsaba hacia atrás. Los soldados, cobijados en su interior, coloquialmente reían con las bromas que entre ellos se hacían.

Ojalá que esta ronda no sea puro paseo en camión – comento Kurt Landon, un rubio y juvenil soldado - tengo ganas de hacer puntería con un cerdo Upeliento.

Los soldados dejaron de reír.

- Ya te pusiste grave. - respondió el cabo de reserva. - En un enfrentamiento podemos caer nosotros también.

- ¡Dónde la viste huevón! Si los comunistas no saben ni disparar... vos sabías que de nosotros, casi todos los que han caído es, porque son tan huevones, que se cruzan por delante de la línea de fuego.

Ya, cállate y no hables huevadas.

El grupo de muchachos guardó un pesado silencio mientras el vehículo continuaba su camino.

Minutos después llegó a un puente. Se detuvo para que sus ocupantes bajaran rápidamente y el capitán, aún sentado en la cabina, ordenó al conductor que ocultara el vehículo algunos metros más al oriente, en la orilla del río.

Mientras los soldados tomaban posiciones, el teniente se dirigió al camión.

¡Cualquier cosa que ocurra, me avisan de inmediato! - agrego Cornejo.

¡Cómo ordene, mi teniente! – Respondió Schillins mirando a su superior alejarse. – Claro… Seguramente se va a dormir y yo tengo que seguir trabajando. – Murmuró mientras se alejaba.

El ruido de las turbias aguas del río, que se escurrían formando lomos blanquecinos al sobrepasar las rocas del lecho, ocultó el murmullo y los pasos del clase, que caminando, rumiaba su mala suerte.

En medio de la noche, un hombre de mediana estatura cruzó la calle Balmaceda en dirección al puente Bulnes. Los lisos baldosines de piedra ampliaban el sonido de los tacos de suela y el rechinar del calzado ya gastado por el uso, provocado por los pasos firmes y sin prisa. Vestía unos jeans también gastados, camisa y suéter y unas sandalias con correas de cuero.

Caminaba sumido en sus pensamientos sin preocuparle al parecer, del toque de queda.

- ¡Alto ahí! Conchetumadre.

El grito sobresaltó al hombre que se quedo inmóvil. Dos soldados que lo apuntaban con sus fusiles comenzaron a acercarse.

- Quédate donde estas y tiéndete boca abajo. – agregó el que parecía ser quien mandaba mientras movía su fusil como indicando lo que debía hacer.

¡Te dije al suelo! ¡Boca abajo y las manos en la nuca!

El hombre obedeció.

- Soy un sacerdote. - Agregó con un tono de voz extranjero, similar al sonsonete español.

Claro... – Se mofo el cabo de reserva. - Y yo soy el pato Donald. –

Después de sonreír un segundo, como pensando lo que debería hacer, se dirigió al otro soldado. - Anda a buscar al cabo Schillins.

Los otros soldados se acercaron y sin dejar de apuntar, comenzaron a hurguetear con sus botas los costados del hombre como buscando algo escondido. Este, inmóvil no ofrecía resistencia alguna.

Segundos después, aparecía el clase.

Dijo que era sacerdote, mi cabo.

El uniformado se dirigió al prisionero.

¿Si eres cura, por que no vienes vestido como corresponde? - Pregunto Schillins al hombre que levantó la cabeza para mirarlo.

Porque nuestra congregación nos autoriza a no usar la sotana.

¡Nadie te dijo que levantes la cara! – Gritó Landon.

¡Ah! ¿Entonces eres de los curas rojos? – Agregó el cabo.

Tampoco nos metemos en política. – agregó pausadamente. – Cuento con mi identificación y permiso de tránsito nocturno en la cartera.

El clase como ignorando lo dicho, ordenó al prisionero que se levantara y lo condujo con la palma de la mano en su espalda. Siguió hasta terminar el puente, dejándolo de pie con las manos en la nuca y vuelto hacia un murallón que había a un costado del río.

Posteriormente, buscó en el bolsillo del pantalón y sacando unos papeles plegados, comprobó los documentos del prisionero. Enseguida, mandó un soldado que avisara al teniente.

Cuando el oficial llegó, Schillins le informo sobre lo que había ocurrido entregándole los documentos. El teniente miraba al sacerdote mientras escuchaba y se dirigió a el.

- ¿Conque dices que eres cura? – Interrogó el teniente - ¿Qué andas haciendo aquí a estas horas?

- Entregando una extremaunción. – Respondió tranquilamente el prisionero.

Yo creo que andas conspirando en contra de la Junta de Gobierno. –Interrumpió el capitán que llegaba en ese momento, y dirigiéndose a Schillins agrego. – No hay nada mas que agregar… las ordenes son claras de que hacer frente a los traidores a la Patria; Ley marcial. ¡Fusílenlo y tírenlo al río!

El clase mira a Cornejo, mientras los soldados esperaban expectantes.

- ¡Es una sentencia! - Agregó el teniente. - Mi capitán, tiene disposiciones claras al respecto desde la comandancia. – Y dando la vuelta sin agregar nada más, se alejó.

Es un cura. – Susurro el cabo de reserva. – Está desarmado y parece que es extranjero.

¡Ya escucharon la orden! - indico Schillins - Consigue un pañuelo y tápale los ojos al condenado.

El cabo de reserva saco su pañuelo y entregándoselo a un soldado, le señalo al religioso.

El soldado se acercó dispuesto a vendar los ojos del condenado...

No me tapes los ojos. – Susurró el cura – Quiero mirarte a la cara mientras pido a Dios por tu perdón.

¡Formar la escuadra! – Gritó en ese momento Schillins y el soldado perturbado, llevándose el pañuelo, tomó su puesto.

- ¿Que te paso? – Susurró Landon – ¿Por qué no lo vendaste?

No quiso. – Contesta secamente el soldado guardándose el pañuelo en el bolsillo trasero.

¡Preparen! – Gritó nuevamente el clase - ¡Apunten!...

El sacerdote imperturbable, miraba fijamente al soldado, mientras murmuraba sus rezos seguramente emulando el ejemplo de Cristo.

Los disparos rompieron el silencio rebotando con su eco entre las rocas. Unas gaviotas que dormitaban en las orillas del río alzaron vuelo graznando sorprendidas.

Después, el cuerpo fue arrastrado y el chapoteo en el agua se extinguió de inmediato y nuevamente el pesado silencio se apoderó del lugar.

Solo las fábricas del sector, como mudas construcciones testigos de la barbarie; con sus luces apagadas y sus patios vacíos que terminaban en las rocas, parecían no querer mirar; y las sombras que todo lo cubrían, ocultaron el bulto ensangrentado… que lentamente arrastraban las aguas del Río Mapocho, que se teñían de sangre.

Capítulo I

SE HARAN HOMBRES

Siglo Veinte… Era una mañana de abril en plena guerra fría.

Una tenue neblina cubría los cerros del puerto de Valparaíso junto a las casas que, parecían colgar entre murallones y quebradas, enredándose una bajo otra, producto de las empedradas callejuelas e interminables escaleras de cemento y piedras.

Inmóviles, los carros de latón multicolores, con sus largas varillas en el costado inferior, sostenían las pequeñas ruedas que parecían envolver los rieles que se perdían en las faldas de los cerros.

La mar con su incesante oleaje, golpeaba una y otra vez los requeríos de la costanera, levantando el salado rocío que humedecía los rostros de los pescadores que caminaban presurosos, para llegar a las caletas y salir atrasados a la mar, a causa del toque de queda que no les permitía internarse mar adentro de madrugada.

La Universidad de Santa María, encaramada en el cerro inmediato a la costanera, parecía funcionar con todas sus facultades en forma normal, con excepción de la facultad de filosofía.

Desde que el Rector había sido reemplazado por un uniformado, se habían prohibido las organizaciones corporativas de los estamentos educativos, así como las reuniones del alumnado.

Un ambiente tenso, precedía los memorandos internos que normaba las nuevas situaciones de relaciones, al interior de la comunidad educativa.

En la amplia y luminosa biblioteca, un joven delgado, aparentemente con menos de veinticinco años, de rasgos nórdicos y de pelo castaño, tomaba apuntes de un ajado libro.

Apilados en un costado del escritorio, otros libros dejaban ver sus páginas impregnadas de caracteres.

Alejandro Lehtman dejó de escribir un segundo y estirando sus brazos en un largo bostezo, observó por el ancho ventanal como la neblina que se levantaba, dejaba ver la inmensidad del pacífico océano cristalino.

El silencio del espacioso lugar, fue roto por el sonido sordo de las botas que calzaban los soldados… ingresaron rápidamente y se dirigieron hacia el anciano bibliotecario que parecía dormitar.

Se detuvieron frente al escritorio esperando la atención del viejo que, mirándolos por encima de sus anteojos, no hizo movimiento alguno.

El oficial se acercó un poco más por el costado y mirando al viejo que continuaba escribiendo, ahora un poco incomodo, se inclinó lentamente y preguntó algo al oído del encargado que se irguió con un cadencioso movimiento. Recorrió con la mirada buscando entre los estudiantes que parecían algo nerviosos y fijando la vista en Alejandro, le indico al militar.

Este se dirigió de inmediato al escritorio donde se encontraba el estudiante.

- Señor Lehtman, sígame por favor. - indico junto con su mano hacia la entrada. Tiene que acompañarme de inmediato.

- Pero, debo terminar de sacar estos apuntes para mi tesis de ingeniería.

- Olvídese de eso... Por orden de la Dirección Nacional de Movilización debe presentarse de inmediato en el cuartel militar.

- ¿Y mi tesis? Debo entregarla la próxima semana.

- ¡No se preocupe! ¡De eso se encargará el Rector!... ¡El, ya está en conocimiento!

El joven se levantó y tomando sus apuntes acompañó al militar saliendo del recinto custodiado por una patrulla de soldados.

* * *

Era una mañana húmeda en el puerto de Valparaíso.

En el horizonte, un pequeño barco carguero se alejaba hacia una calmada mar azulosa, que se confundía con el nuboso y lejano cielo.

Jorge Olivares, un joven obrero portuario, se levantó de la pequeña meza y besó a Hilda, su hermosa mujer, que levantaba dos tazas para dejarlas en una batea con agua, sobre una escuálida banca de madera al costado de la cocina.

La mujer, de pelo rizado azabache y rasgos asiáticos, miró con melancolía a su marido. Sus verdes ojos, se iluminaron con la cálida luz que se filtro por la puerta al abrirla para que Jorge saliera a su trabajo.

- Cuídate negrito, mira que anoche hubo una balacera de los mil demonios y puede que todavía anden por ahí los militares… Y en una de esas…

- ¡Tranquila, mujer! Eso ocurre durante el toque de queda y yo tengo mi pase del puerto que me identifica como estibador… Así que no me va a pasar na.

- No se porqué… pero, tengo un mal presentimiento.

- ¡Ya! No piense más leseras… nos vemos a la tarde. – Agregó Jorge mientras salía y cerraba la puerta.

Se encaminó hacia las escaleras que llegaban al ascensor.

Lo mismo que su mujer, él también se sentía inquieto, pues sus compañeros del sindicato habían sido arrestados días atrás por personal de la Marina y no se sabía el paradero de estos.

El sol de la mañana iluminó el latón gris del ascensor que, con un crujido, comenzó a subir por la ladera del cerro. Los obreros somnolientos esperaban pacientemente que el metálico carro llegara y abriera su puerta para abordarlo.

Jorge debía llegar lo antes posible a las bodegas del puerto. Le habían dejado a cargo de la apertura de estas, para la descarga de los container que pasarían posteriormente por la aduana.

Subieron al metálico carro que comenzó a bajar ruidosamente desapareciendo entre los techos de las casas que se encaramaban en el cerro.

Momentos después, Jorge y los demás, salían por el callejón que unía la entrada del ascensor con el plano de la ciudad.

Cruzó la plaza de la intendencia que se encontraba vacía a esas horas, se detuvo un momento frente a la estatua del héroe de la marina en la guerra del Pacifico y miró hacia la entrada del puerto que era cobijada por los altos y delgados edificios de la Aduana y la Estación del ferrocarril.

Cruzo la plaza de la marina e insistió en mirar hacia las torres de oficinas que marcaban la entrada al puerto. Una fila de obreros que terminaba casi, en la estación del tren, marcaba la entrada al recinto portuario que era controlado por personal uniformado de combate.

Se detuvo nuevamente sobresaltado y miró desde el escalón final de la estatua del héroe de Iquique.

La revisión de ese día no era usual, generalmente los marinos controlaban en la entrada las tarjetas de identificación en forma expedita. Esta reflexión le hizo titubear.

Pensó en devolverse, pero una patrulla de carabineros que se acercaba, le hizo perturbarse aún más y siguió su camino hacia el muelle.

Si me detienen no sé como avisarle a Hilda, no creo que los marineros se encarguen de avisarle. - pensaba mientras caminaba lentamente. - Por lo menos, de todos los que han tomado presos, la familia se ha enterado porque no llegan a la casa el mismo día.

Los minutos se hicieron eternos.

Llegó al sector de ingreso que era demarcada con abundantes barreras de contención y a lo menos, una escuadra de marineros en tenida de combate.

Se ubicó al final de la fila y observó el procedimiento de revisión.

Una vez confirmada la identificación de los obreros, se les permitía el ingreso al sector de la aduana donde eran revisados. Después eran anotados en otro libro por los uniformados, y los dejaban entrar hacia el sector de descarga del molo de atraque. Caminando rápidamente por entre las líneas del ferrocarril se dirigían a las grúas de descarga y los container.

De pronto, a una señal del oficial que controlaba, dos marinos que esperaban de pié en la entrada, acudieron a la oficina.

El oficial dio una orden y los soldados acompañaron a un obrero que, nervioso, era conducido hacia las oficinas de la Aduana, ingresando por una escalinata que daba a los subterráneos.

La inquietud de Jorge se acrecentó.

Uno a uno fueron avanzando en la fila. Los minutos se hicieron eternos para Jorge, hasta que llegó su turno y un sudor frío corrió por su espalda. Un dolor en el cuello casi en la base de la nuca le obligó instintivamente a tomárselo con la palma de la mano y presionar levemente para relajarlo.

Dio unos pasos y quedó en la entrada, al principio de la fila, esperando la señal del soldado para ingresar y ponerse frente al pequeño escritorio en donde revisaban la documentación.

Mejor me voy… - pensó un segundo - ¿Pero, por qué me voy a arrancar si yo no he hecho nada malo? Además no creo que sea mucho tiempo lo que me tengan preso, si es que me toman. - reflexionó como para darse ánimo.

La señal la hizo caminar hacia los militares que le observaban detenidamente y se situó frente a ellos, mientras con su mano entregaba el pequeño documento de identidad cerrado por las plásticas tapas verdes.

El oficial, recibió la credencial del obrero que se detuvo en frente y abriéndolo, comenzó a revisar los datos y con una regla de madera puesta sobre el libro de control, buscó el nombre del obrero. Se detuvo en un lugar de la nómina y tomando el documento de Jorge, lo metió bajo el escritorio e hizo una seña con la otra mano. Con un movimiento de su mano, la alzó entregándosela a un suboficial que la cotejó en una lista que portaba.

Una vez terminada la revisión del documento, el censor se volvió hacia el oficial.

- ¡Afirmativo, mi teniente! – Agregó.

Uno de los soldados armados que esperaba, se acercó y empujó a Jorge. Con un movimiento de sus brazos le indicó que se dirigiera rumbo al edificio de la aduana, hacia la escalerilla que daba a los subterráneos.

Jorge caminó como un autómata, una sensación de emborrachamiento le hizo avanzar como en el aire.

Llegaron a la escalera y comenzaron a bajar, el fresco y húmedo aire del subterráneo enfrió aun más, el sudor de su rostro.

Lo condujeron hacia el interior. Cruzaron las oficinas hasta una escalera interior, bajaron los escalones hasta una bodega donde otros soldados esperaban… rápidamente le pusieron una capucha de genero y salieron por una pequeña puerta metálica. Después, le guiaron bruscamente por unos fríos pasillos del subterráneo.

Siguieron por un lúgubre y penumbroso pasillo hasta otra puerta de metal entreabierta. Una escalerilla se sumergía hacia un nuevo nivel inferior, y un hedor mezclado con la humedad llenó las fosas nasales del obrero que bajaba los peldaños.

Por ultimo, llegaron a una húmeda sala y le dejaron de pie.

- ¡Quítate la ropa! – Ordenó alguien.

Los movimientos de Jorge eran lentos al no poder mantener el equilibrio. De pronto, un golpe en la espalda lo tiró al suelo mojado.

- ¡A ver si ahora puedes empelotarte mejor! ¡Conchetumadre! – Esputó el agresor.

El obrero continuó quitándose la ropa en el suelo. Un fuerte chorro de agua comenzó a mojarlo por varios minutos.

Terminado el baño, pedro quedó tirado en posición fetal.

El frío comenzó a apoderarse del obrero en el preciso momento que fue levantado bruscamente por dos soldados. Los espasmos no le dejaban caminar en forma normal, por lo que prácticamente lo llevaban arrastrando.

Caminaron entre pequeños recintos, el hedor a carne descompuesta y a humedad, entraba de golpe por las fosas nasales del indefenso estibador y segundos después, lo empujaron hacia un húmedo cuarto.

Una mano lo tomo del pelo y lo jaló hacia una especie de cama, cubierta por una rejilla de metal. Otros silenciosos desconocidos, lo tomaron de los brazos y extendiéndolos, lo ataron al contorno con alambres. Sus piernas fueron amarradas de la misma forma.

Quedó inerme por unos segundos. De pronto, una descarga en el armazón metálico electrificó desde abajo al obrero, adhiriendo la rejilla a los glúteos y espalda con un espasmo de calor recorriendo su interior… un segundo después, nuevamente otra descarga.

Jorge perdió la noción del tiempo, sus gritos fueron apagados por una toalla húmeda en su boca… comenzó a perder la conciencia envuelto en un torbellino de varios golpes de electricidad.

- Parece que está listo… - Indico el oficial a cargo. – Ya Doctor, es todo suyo.

El medico procedió a realizarle un examen corporal con estetoscopio.

- Su corazón está bien. – Agregó.

- Lo vamos a reanimar un rato para responda algunas preguntas. Vea lo que puede hacer.

Lo dejaron por unos minutos, los calambres comenzaron a contraer sus extremidades con un dolor intenso. Las amarras de alambre, se incrustaban en su piel.

No supo cuanto tiempo estuvo esperando, hasta que una voz resonó a su costado.

- Esta en tus manos… - Indicó casi susurrando. - Queremos los nombres que faltan.

- No, se… de que me habla. – Agregó Jorge con voz temblorosa.

- Es la única forma que tienes para dejar de sufrir… Danos solo tres nombres.

- Pero… ¿De, quien? (…) Yo no se…

Nuevamente la electricidad recorrió su cuerpo del obrero. Ahora desde sus testículos hasta la palma de los pies.

Después de varios golpes de electricidad, un sopor lo fue envolviendo. Posteriormente lo desamarraron y sujeto por los soldados, lo arrastraron y tiraron a la sala, bañándolo con las mangueras de agua fría, empapado quedo en un rincón. Después, lentamente comenzó a quedarse dormido.

Se despertó repentinamente sin capucha. La penumbra del recinto en el que se encontraba, se quebró con una potente luz que apuntó directamente a los ojos de Jorge cegándolo en el preciso momento que alguien le calzaba una nueva capucha hasta la boca y era empujado hacia el frío interior desconocido.

- Ya pues. – Agrego paternalmente otra voz ronca. – Solo tienes que decirme tres nombres.

- Nombres… ¿De quien? – Susurro Jorge.

Los golpes en los riñones y los testículos consecutivamente lo hicieron doblarse en un sordo quejido y un nuevo golpe le hizo rodar por el suelo mojado y pedregoso. Un seco golpe en el costado de la mandíbula fue suficiente para sumergirlo nuevamente en el vacío letargo de inconsciencia.

En la subida del Cerro Playa Ancha, el gris ascensor vacío, comenzó a subir con el metálico sonido provocado por su estructura que vibraba al ser tirada por los cables engrasados que se retorcían en un movimiento constante; su sombra proyectada por el sol del atardecer, se arrastraba entre los techos y las paredes de las casas que colgaban en los cerros del puerto. Lentamente, el inmenso mar iluminado en ondulantes brillos anaranjados, se fue tragando el disco solar que semejaba una esfera ensangrentada que se hundía en el horizonte.

Después, la negra noche comenzó a cubrirlo todo.

* * *